Luchar por la justicia

En los últimos tiempos ha prosperado la creencia de que lo que importa en un abogado no es su afán de luchar por la justicia sino su habilidad para ganar el pleito y, a ser posible, con costas. Es decir, como si para ser un buen abogado fuera requisito tener gran eficacia pero sin alma. El cine ha llevado esta ausencia de alma hasta el extremo de identificar al mejor abogado con el mismísimo Maligno. Véase, por ejemplo, «The Devil´s Advocate«, traducida en Hispanoamérica como «El abogado del diablo» y en España como «Pactar con el diablo».

Ciertamente, ganar el pleito, y a ser posible con costas, es la obligación de todo letrado en el cumplimiento de su sagrado deber de servir a los intereses de su cliente de forma leal y eficaz. Pero, siendo éste un objetivo primordial, no es, sin embargo, justificación bastante para dar sentido a la labor del abogado.

El excesivo foco que se ha puesto en la función pragmática de la abogacía ha causado una progresiva pérdida de la reputación social de esta profesión, hasta llevarla, como hemos visto en el cine, a ser identificada como la preferida del Diablo.

Pero nada más lejos de la verdad. La abogacía tiene un fin social irrenunciable, que es el de luchar por la justicia. No sólo por la «Justicia» con mayúsculas – que también-, sino por la «justicia» con minúsculas, la justicia del día a día, aquella cuyo sentido impregna la expresión «esto es justo» o «esto no es justo» que irremediablemente acaban pronunciando aquellos a quienes les afecta directamente una sentencia.

Esa justicia de andar por casa, carente de grandilocuencias, es, sin embargo, el fundamento del orden social y la garantía de la seguridad personal de cada uno de nosotros, pues, como dijo Quevedo (y pudo comprobar en sus propias carnes), «donde hay poca justicia es un peligro tener razón».

Luchar por la justicia, por esa justicia concreta del día a día, es luchar por la seguridad de los que tienen la razón.

En cualquier disputa, de una forma u otra, todos tienen «alguna» razón, o al menos una parte suficientemente defendible de razón, con la sola condición de sostener su postura de buena fe.

Luchar por la justicia sirve para defender la seguridad de todos los que actúan de buena fe, frente al peligro de aquellos que, desde el poder arbitrario o desde la pura maldad personal, intentan aprovecharse de la escasez de justicia.

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